martes, 12 de noviembre de 2013

Historia de un lindo Niño !!

Lucas nace un frío día de invierno. El parto fue largo y agotador. Apenas puedo ver unos instantes a mi bebé, antes deque se lo lleven para limpiarle las vías respiratorias y darle oxígeno. Al cabo de un rato lo estabilizan y por fin me permiten abrazarlo. Siento su cuerpito tibio y suave sobre mi vientre. Es un pequeño milagro. Rozo con los labios su tersa frente e inhalo su aroma. ¡Si tan sólo pudiera guardar esta emoción en un frasco!, un frasquito que pudiera abrir de vez en cuando para recordar las maravillas de la vida
Lucas es apenas un nene de dos años cuando comienzo a darme cuenta de que es diferente. ¡Es tan callado! Si quiere algo, me tira de la ropa y lo señala. Pero aparte de eso, rara vez usa gestos para comunicarse. Tampoco dice sí ni no con la cabeza. A menudo se frustra y se enoja porque no lo entiendo: grita, patalea y da manotazos. No reacciona cuando le hablo ni al llamarlo por su nombre. Mi esposo, Calle, y yo, empezamos a preguntarnos si será un poco sordo. ¿O no? Cuando digo “dulce”, Lucas corre hacia mí de inmediato. No obstante, escapa del contacto físico. A veces acepta sentarse a upa, pero por lo general sólo cuando está muy cansado. Aprovecho cualquier oportunidad para abrazarlo, pero no son más que unos instantes, y demasiado infrecuentes.
El niño tiene problemas para concentrarse. Revolotea por todos lados como una mariposa, y apenas se detiene en algún lugar para reiniciar el vuelo en seguida. No le gustan los juguetes; le interesa más explorar. Le encanta hacer que las cosas giren: si tiene un cochecito, en vez de ponerlo a rodar en el suelo, lo da vueltas y hace girar las ruedas. Le fascina hacer esto con todo objeto redondo: anillos, monedas... También lo hace con su cuerpo. Tratamos de detenerlo, porque si no, continúa hasta que se marea y se cae.
No le interesa jugar con otros chicos. Si estamos en el parque, se sienta en el arenero y tira arena a su alrededor, o arroja piedras en los charcos, indiferente a los demás. A veces trata a su hermanita, Sara, como si fuera un objeto o un mueble. Suele taparla con una manta, y si ella le obstruye el paso, la levanta —en algunas ocasiones agarrándola por el cuello—, la cambia de lugar y la deja caer al suelo.
La palabra “autismo” me ronda la cabeza. Busco información en Internet. Mucho de lo que leo allí describe a Lucas, pero Calle y yo nos negamos a creer que sea tan grave.
Le contamos nuestros temores a la abuela de Lucas, Gunilla, que lo ve con frecuencia y se lleva muy bien con él. Ella nos dice que nuestro hijo no puede ser autista: ¡es tan alegre y juguetón! Es cierto que apenas habla, pero todavía es chico. Su hermanita nació hace poco, y en estos casos es común que el desarrollo de los niños se retrase por un tiempo.
Ante nuestras dudas, Gunilla nos sugiere buscar ayuda profesional. Luego de hacer varios llamados, hablamos con una terapeuta del lenguaje que puede atender a Lucas, pero no antes de octubre. Tal vez sea lo mejor; así podrá madurar un poco más.
Con la terapeuta
Llegó el otoño. Lucas y yo tenemos una cita con la terapeuta del lenguaje. Es un día despejado, pero frío y con viento. No hay tráfico, así que pronto llegamos al hospital. Mi hijo está tan lindo con su pelo rubio, lacio y corto. Me mira con sus enormes ojos azules. Su carita redonda está seria. ¿Acaso percibe mi inquietud?
La terapeuta nos recibe. Es más o menos de mi edad. Se inclina un poco para saludar a Lucas. Él se mueve hacia un costado y corre hacia la recepción. La mujer lo sigue, sonriendo. Lucas corre por todas partes. Trato de calmarlo y de hacer que se siente a upa, pero es imposible.
— Déjelo —me dice la terapeuta—. Aquí no hay nada que pueda romper, y usted y yo tenemos que hablar.
Intento relajarme, sin dejar de mirar a mi hijo. La terapeuta me pregunta sobre su edad, desarrollo, relaciones familiares y el motivo de la consulta. Luego lee el expediente: Lucas no balbuceó a los seis meses; a los 10 no comprendía palabras sueltas, y a los 18 no decía más de 10 palabras coherentes, ni podía señalar las partes de su cuerpo. El nene ya va a cumplir tres años. La mujer me pregunta si le han hecho un examen de audición.
 — Sí, en primavera —contesto—. Lucas oye bien con el oído derecho, pero la prueba del oído izquierdo no fue concluyente porque costó trabajo hacérsela. La verdad, no creo que sea un problema auditivo. Parece que el chico escucha bien cuando quiere.
La mujer levanta una bolsa amarilla y trata de que Lucas se acerque, pero él sigue corriendo por el cuarto. Lo atrapo y nos sentamos en el piso.
—Mirá —le dice la terapeuta al niño, y saca una vaca de plástico de la bolsa—. ¿Qué es esto?
Lucas no responde.
— ¿Cómo hace la vaca?
Sigue el silencio. Entonces saca un coche de juguete. El niño casi se lo arrebata y empieza a hacer girar las ruedas.
— ¿Qué es eso? —insiste la mujer.
Lucas no contesta ni la mira; sólo sigue jugando. Ella le saca el coche y el niño protesta.
— Mira, podés tomar otra cosa de acá —dice, y le acerca la bolsa.
El niño mete la mano y saca una pelota, que de inmediato lanza al otro extremo del cuarto.
— Pelota —dice la terapeuta.
Quiere que Lucas repita la palabra, pero él no quiere hacerlo. La mujer lo intenta con otros objetos, pero no le hace el menor caso. De pronto Lucas se levanta, va a buscar la pelota, me la tira y dice “¡Ay!”. Me la arroja una y otra vez.
— Mano —dice al cabo de un rato, lo que significa que quiere sentarse sobre mis piernas.

Es como si el lenguaje no fuera algo natural para él y tuviera que inventar una gramática propia, y significados para las palabras. Le pregunto a la terapeuta qué piensa, y si podría ser autista. Me dice que no puede emitir un juicio tras una sesión tan breve, pero me aconseja acudir a un neurólogo para que lo evalúe. Entonces nos despedimos y volvemos a casa.
Hacer algo pronto
La visita a la terapeuta del lenguaje confirma nuestros temores y sospechas. Durante más de medio año nos limitamos a esperar que se produzca un cambio en Lucas. Ahora estamos ansiosos por conseguir consejo y ayuda. Llamo por teléfono al Hospital Infantil Sachsska, en Estocolmo, y una enfermera casi se ríe de mí.
— ¿Una evaluación neurológica antes de Navidad? Es imposible. Ya es octubre y tenemos una lista de espera de dos años —dice—. Primero necesitamos que su médico le dé la orden.
Una lista de espera de dos años. No puedo creerlo. Siento pánico. No podemos esperar tanto. ¿Y si el chico está enfermo y necesita tratamiento? ¿Y si tiene un tumor cerebral?
— ¿Hay algún otro hospital al que podamos ir?, pregunto, alterada.
Me contesta que sólo unos cuantos hospitales realizan esos exámenes, y me dice algunos nombres. Hago varios llamados, pero las listas de espera son igual de largas. Una enfermera menciona que podemos obtener una evaluación en el consultorio privado del doctor Tore Duvner.
Después de hablar con mi esposo, llamo al doctor Duvner. Su lista de espera es de tres meses, pero lo convenzo para que nos atienda antes. Le llevará tres meses realizar la evaluación, y la comenzará dentro de 30 días.
Estoy desesperada. ¿No hay nada que podamos hacer mientras esperamos el diagnóstico? Llamo al centro de apoyo para niños y adolescentes autistas —donde psicólogos, terapeutas del lenguaje y maestros de educación especial aplican programas de intervención individualizados—, y pregunto si pueden ayudarnos. Me dicen que sí, pero antes se requiere el diagnóstico. También tienen una lista de espera, claro, y es de un año.

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